domingo, 31 de octubre de 2010

El hombre del traje gris

Llovía.
El eco de unos pasos llegaba amortiguado por el sonido de la lluvia. A lo lejos, el cielo se iluminó por un instante con el fulgor de un relámpago y un poco más tarde, como un viejo tambor, apagado y quejumbroso, el trueno dejó oír su voz de bajo sometiendo al resto con su gravedad.
Gotas de lluvia resbalaban por sus mejillas formando minúsculos regueros que se descolgaban en diminutas cascadas desde el mentón; los cabellos, empapados por el agua, se pegaban a sus sienes, dándole un aspecto extraño, casi fantasmal.
La cabeza inclinada hacia adelante apenas dejaba ver con nitidez su rostro; los ojos, entrecerrados, de un azul intenso, habían perdido la vivacidad, diríase que eran dos hermosas bolitas coloreadas las que rellenaban las cuencas de sus ojos. Aquel azul que habría hecho palidecer a los cielos había dejado paso a un mortecino tono que recordaba el color del mar en días nublados.
A pesar del tiempo transcurrido, a pesar de la incesante lluvia que le había empapado hasta los huesos, no se movía, permanecía en la misma postura.
Estaba sentado en un banco con las piernas ligeramente separadas, los brazos apoyados en ellas y las manos, lánguidas, como muertas, quedaban flotando en el espacio entre sus rodillas. Tenía unos dedos largos y finos, como de pianista, y en la mano derecha portaba un anillo que brillaba en la semipenumbra cuando le iluminaban los faros de algún vehículo.
Vestía un traje de buena confección del que, a pesar de la distancia y la lluvia, aún podía distinguirse el porte elegante del conjunto, de un color que, en la distancia, parecía un tono intermedio de gris, pero que con el agua que había recibido más parecía de un gris oscuro, casi negro.
De las mangas del traje asomaban los puños de la camisa, calados como todo él, blancos y con unos gemelos de color oscuro. Llevaba la corbata, roja como la sangre, floja y el botón superior de la camisa desabrochado.
Los zapatos, negros y cubiertos de gotitas de agua, hablaban de su pulcritud en el vestir; la piel estaba bien cuidada y había sido lustrada con esmero.
Luego de un largo rato él seguía allí, sentado, en la misma postura, como una más de las mojadas esculturas que pueblan la alameda.

Vacío.
No queda nada, todo se ha ido con ella. Todo se lo ha llevado.
Se ha llevado la vida, el futuro, la ilusión, el amor, la felicidad.
Se ha quedado en la más triste y absoluta de las soledades.
Todas las promesas han quedado vacías de contenido y las ilusiones se han ido deshojando como una flor batida por el viento.
El amor duele. Nunca hubiera podido pensar que se pudiera llegar a tal nivel de sufrimiento.
Duele, sí, duele.

Sigue lloviendo.
El hombre del traje gris sigue representando su papel de mimo inmóvil; las manos, el rostro, el cabello convertidos en involuntario curso de agua.
Se ha levantado una ligera brisa que comienza a agitar las copas de los árboles y éstos, poco a poco, van soltando, cual bombardeo, el agua retenida en sus hojas y ramas.
Ni tan siquiera este sorprendente aguacero consigue sacarle de su ensimismamiento. Aumenta la fuerza del viento y el agua ya no acaricia su cabeza, parece como si las fuerzas de la naturaleza se hubiesen confabulado para terminar con esta situación haciendo uso de todo su poder. Las gruesas gotas de lluvia llegan sesgadas a golpearle el rostro, mas el único efecto que consiguen es que sus ojos se cierren un poco más. Ya no son más que dos pequeñas ranuras.
Los faldones de la americana bailan al compás del viento.

La nada.
No existe nada en este mundo capaz de llenar este inmenso espacio desnudo sin su presencia. No hay belleza en las flores, las pinturas no parecen más que conjuntos de brochazos dados al azar, la música no es sino una amalgama de ruidos desarmonizados, el cielo ya no es azul y la luna ya no inspira a los poetas.
Nada es igual desde que no está.

Bailan los árboles.
Se mecen al ritmo de la danza que marca el viento, andante ahora, molto vivace apenas un instante después. De todo este caos va emergiendo una canción. La entona el viento con los brazos de los árboles al deslizarse por entre sus dedos.
Dedos, sí; pues son ellos quienes tocan la melodía que cantan Céfiro y sus hermanos.
La lluvia ha amainado y en el silencio de la noche solo ellos dejan oír su voz.
Ha levantado la cabeza, la mirada perdida, en algún lugar entre los árboles ha fijado su atención, parece como si escuchase con atención.
No se oye nada aparte del viento entre las ramas de los árboles.
Ahora ha fijado la mirada en esa dirección, una especie de sonrisa extraña, casi una mueca, aparece en su rostro. Sus labios se mueven, tienen cadencia, pausas, se abren y cierran... ¡está hablando!.
¿Con quién habla?
No hay nadie más en el parque. En una noche como esta, tormentosa y oscura, a ninguna persona en su sano juicio se le ocurriría estar por estos parajes.
Se ha levantado del banco, el hombre del traje gris se sacude el agua con un gesto que tiene más de mecánico que de voluntario, un automatismo de alguien acostumbrado a presentar siempre un aspecto impecable.
Mientras se gira hacia el camino de salida del parque comienza a sonreír, es como si todo su atribulamiento anterior se hubiese convertido en felicidad. Sus ojos, chispeantes antaño, han recuperado la tonalidad azul de los viejos tiempos pero es un azul frío, muy frío, tremendamente frío.
Camina hacia la salida del parque y apenas en un par de minutos desaparece por el portón de hierro forjado que se abre a la avenida principal.

Después del vacío y la nada.
No se ha ido.
Está por aquí cerca.
Ya no duele tanto.

Llovizna.
Deambula por la avenida con el porte erguido, los brazos laxos a los costados del cuerpo, lentamente; no hay fluidez en los movimientos, se desplaza como un autómata.
La lluvia ha dejado paso a una ligera llovizna que cae, a impulsos de la cambiante brisa, a un lado y otro del rostro del hombre.
Veloces luciérnagas metálicas pasan a su lado con un bramido atronador y ni tan siquiera provocan en él un leve pestañeo.
La negrura de la noche salta en pedazos cuando se acercan y una vez se alejan vuelve a reclamar su lugar. Las farolas del paseo se yerguen, vacías de vida, como inútiles mástiles desprovistos de velas. La tormenta les privó de su fluido vital.
A lo lejos aparecen de entre las sombras dos minúsculos puntos luminosos que van aumentando de tamaño paulatinamente conforme se acercan. El rumor que les acompaña se va convirtiendo  en un clamor ensordecedor.
Ya están aquí... ¡tan cerca!.
Un paso a la izquierda.
Un estridente chirrido sobre el asfalto.
Un golpe seco y sordo.
Un muñeco desmadejado que inicia y termina su último vuelo.

Luces.
Parece el escenario de una mala película, pero todo es real, muy real. Y ahí está él, tirado en el suelo frío y mojado, el cuerpo doblado en ángulos imposibles que duelen con tan solo mirar.
No importa, ya no importa nada. Va a encontrarse con ella de nuevo.

jueves, 28 de octubre de 2010

De ángeles y demonios

Preludio y presagio. Esta hermosa puesta de sol es fiel reflejo de la eterna lucha entre la luz y las sombras, entre el bien y el mal... La luz, el blanco, siempre ha sido la representación del bien mientras que las sombras, el color negro, han sido utilizados como símbolo del mal.
Pero no hay que olvidar que la luz no es nada sin la sombra que hace proyectar, necesita de su opuesto para dar sentido a su existencia.
Luces y sombras, blanco y negro, bien y mal... Ángeles y demonios...
Este blog que hoy inicia su andadura recogerá tanto los sueños de los ángeles y las pesadillas de los demonios, como las tribulaciones de los estadios intermedios.
Podrán ser los míos, los tuyos o cualesquiera otros que consigan hacer deslizar la pluma sobre el papel.
Disfrutad de tan bella imagen y sed bienvenidos.
Ángel